domingo, 27 de abril de 2008

AGUA Y SANGRE

En todas las cárceles y comisarías de la ciudad, la órden es evacuar a todos los presos. En un principio, se habían destinado camiones y autobuses que fueron confiscados expresamente para el traslado de detenidos hacia zonas alejadas de la inundación pero la crecida incesante de las aguas, provocó que la mayoría de estos transportes fueran arrastrados por la corriente y chocaran contra postes de cemento, vehículos sumergidos o paredes de casas, comercios y edificios. La disposición de la dirección de penales, también incluía que los presos no fueran esposados a fin de preservar sus vidas. Muy pocos pudieron salir ilesos de los distintos “naufragios” que sufrieran los vehículos en que los que eran transportados. La mayoría de los detenidos morían ahogados o a causa de los fuertes impactos producto de la sucesión de choques.
En medio del caos podía observarse a muchos de los presos sobrevivientes aferrados a los techos de los autobuses tratando de mantenerse a flote. Otros, los que sabían nadar, intentaban alcanzar las cornisas de los edificios con el propósito de entrar a los mismos y salvarse de la furia de las aguas. Las ratas surgen por todas partes en cantidades increíbles. Están hambrientas y devoran cuanto cadáver aparece a su paso. Se movilizan rápida e impunemente emitiendo chillidos que anuncian su temida presencia. Las bocas de tormenta están rebasadas y obstruídas completamente por grandes cantidades de residuos, cadáveres y restos de vehículos. Nadie ha advertido que ahora, desde esos desagües surgen delgados hilos de agua que brotan a cada segundo buscando succionar carne humana que tenga restos de sangre a causa de alguna herida.
El líquido escarba la carne de los muertos que arrastra la corriente. Devora todo lo orgánico que encuentra en su camino y posteriormente la piel de los cuerpos succionados flota con la forma de delgados trozos de alfombras mezclándose con los restos de objetos del gigantesco naufragio urbano. La locura imperante en la ciudad, hace que la acción carnívora del líquido solo haya sido observada por muy poca gente, ya que lo único importante por ahora es la supervivencia a toda costa. El ruido que producen las aguas moviéndose hacia el río, se torna insoportable y aumenta el pánico en aquellos que aún logran sostenerse al límite de sus fuerzas en las cornisas o los agitados techos de los vehículos que flotan descontrolados y con algunos cadáveres en su interior. Un automóvil de pequeño porte se ha estrellado contra un poste de cemento. El conductor ha muerto en el acto y su rostro está cubierto de sangre. Tiene puesto el cinturón de seguridad y la mujer que lo acompaña ha sufrido golpes en el pecho y las piernas.
La víctima grita pidiendo auxilio. Desesperada, intenta quitarse el cinturón. Por fín, lo consigue, pero el agua que ingresa a raudales por las aberturas comienza a inundar el interior del vehículo. Los cristales están rotos. La mujer lucha denodadamente por salir a través de la ventanilla derecha, pero el impulso de las aguas se lo impide. Tiene heridas cortantes en los brazos. El agua le está llegando al cuello. Sus manos ensangrentadas en un intento final logran abrir el techo corredizo. En un esfuerzo sobrehumano consigue trepar y pasar la mitad del cuerpo por la abertura. Su respiración es agitada. Estuvo a punto de morir ahogada y ahora trata de salir al exterior para mantenerse en el techo del vehículo. Otra vez el chasquido conocido que anticipa una muerte segura, después del sonido fatídico, un tentáculo líquido sale a la superficie y se desplaza velozmente sobre las aguas oscuras buscando primero el cuerpo sin vida del conductor del automóvil sumergido. El líquido ingresa por la boca del desdichado y como en todos los casos, succiona sus órganos. Ignorando lo que sucede abajo, la mujer, casi sin fuerzas vuelve a fracasar en su intento de pasar toda su humanidad por la abertura.
Siente un dolor punzante en una de sus piernas heridas. El líquido penetra con el efecto lacerante de una lanza. La mujer no alcanza a gritar. Todo su cuerpo es vaciado en un minuto. Su cabeza asomada en el techo corredizo tiene los ojos fuera de sus órbitas y vibra como si se tratara de un títere histérico que golpea sucesivamente contra el metal del techo hasta convertirse en una máscara de piel resquebrajada.
Retornemos al edificio de la casa de cambio. Ya el vigilador ha logrado cortar y quitar la reja de hierro instalada en una de las ventanas del primer piso. Alfredo está agotado, se siente débil y el miedo comienza a invadirlo. Teme que sus fuerzas lo abandonen en el intento. La tensión nerviosa y el esfuerzo que hizo para romper las cajas de seguridad en el subsuelo, parecen haberlo dejado sin defensas. Se ha sentado en una silla de la pequeña cocina de la empresa. El bolso conteniendo el fruto de su robo está apoyado sobre la mesa de madera. El vigilador controla la resistencia del tramo de soga que utilizará Alfredo para su intento de cruzar la calle abriéndose paso entre las cada vez más enloquecidas aguas. Sin decir palabra alguna, el vigilador le invita a colocarse el improvisado chaleco salvavidas. Alfredo siente que ese ingenioso envoltorio de goma espuma que confeccionó el vigilador Sierra le ayudará a flotar y desplazarse cuando se arroje al agua. La oscuridad es total, el ruido de las aguas desplazándose por el río urbano es monótono y produce miedo. Miedo que Alfredo no consigue dominar. El vigilador comprueba una vez más la solidez de la extensa cuerda que armó por tramos. Los hombres se miran en silencio absoluto. Los relámpagos iluminan es flashes sus rostros tensos y cubiertos de sudor.
-¡Hágalo ahora! le dice el vigilador señalando hacia la calle.
Alfredo hace un gesto afirmativo. Vuelve a pensar que está actuando como un verdadero hijo de perra para con ese hombre que tanto está haciendo por él. No se atreve a decirle la verdad. ¿Y si le ofrece la mitad del botín que hay en el bolso? Con la mitad de lo que extrajo de las cajas de seguridad, él y el vigilador podrían vivir muy holgadamente por varios años. Piensa en lo que irá a suceder cuando todo se normalice y descubran que fueron vaciadas las cajas del subsuelo. Imagina la cara que pondrá Pizarro, su patrón, cuando le confirmen que Alfredo Reiner, su empleado más fiel y confiable de tantos años, fue quién abrió la puerta de acceso al tesoro y él mismo, con sus propias manos rompió las cerraduras de las más importantes cajas de metal. El vigilador se está ocupando en éste momento de asegurarse que el chaleco salvavidas estuviera bien amarrado al cuerpo de Alfredo. Alfredo caminó un par de metros con su envoltorio de goma espuma. Sonrió nerviosamente, con ese trasto encima, se sentía como un cascarudo y no le pareció oportuno comentarle esta ocurrencia al vigilador. Alfredo mira hacia el torrente líquido que transita rugiente por la calle. En la ventana del departamento que comparte con Sonia, no hay ninguna señal. Si la mujer estuviera despierta, el living se vería un poco más iluminado ya que contaban con suficientes baterías como para alimentar las luces de emergencia que hay en la vivienda. Sonia sigue durmiendo pensó una vez más.
-¿Listo? Pregunta el vigilador.
-¡Sí, estoy listo pero me gustaría que usted viniera conmigo!
-Por favor no insista, estoy decidido a permanecer en mi puesto, señor Alfredo, quiero seguir
conservando este trabajo. Lo necesito, es mi sustento y el de mi familia. Me costó
mucho tiempo lograr que el señor Pizarro me tome como personal efectivo. Lo importante
ahora, es que usted logre cruzar la calle, yo lo voy a seguir desde aquí con la linterna grande que
tiene una luz muy potente, pero...¿Usted sabe nadar?
-Hasta hace dos años iba a nadar a una pileta cubierta. Lo hacía dos veces por semana. Me
defiendo, solo eso, me defiendo. Pero esto no es lo mismo.
-¡Téngase fé! Lo va a lograr señor Alfredo. No se detenga en ningún momento. Lo más
importante es la respiración. No trague agua y mueva constantemente los brazos y piernas en
forma simultánea.
-¡Bien, voy a bajar por la cuerda, alcánceme el bolso, por favor!
-Porqué no se larga solo, el bolso es demasiado pesado, si lo lleva, pueden hundirse juntos.
-¡El bolso viene conmigo! Es muy importante que lo lleve.
-Es una locura señor Alfredo, esto pesa una barbaridad, dice el vigilador a la vez que toma el
bolso con las dos manos y lo levanta a unos centímetros de la mesa.
Los mecheros encendidos de la cocina y la luz débil que produce el generador del edificio muestran el rostro ahora tenso y cansado de Alfredo. El vigilador ha comprobado el peso del bolso y cree que ese hombre obstinado por llevar consigo ese montón de papeles está a punto de cometer una locura. Sabe que jamás podría cruzar la calle anegada con semejante lastre. Opta por no insistir, piensa que es inútil hacerlo cambiar de parecer. Por sugerencia del vigilador, Alfredo también se asegura pasando la cuerda alrededor de su cintura. Una vez hecho esto, el custodio la anuda con firmeza.
-Como usted quiera señor Alfredo. Tómese de la cuerda y comience a bajar hacia
la calle con cuidado, al salir de la ventana, apóyese en la primer cornisa, desde
allí solo tiene unos tres metros para entrar en el agua.
Alfredo se abraza con fuerza al vigilador. Lamenta haberlo conocido en esa extraña circunstancia. ¿Cuántas horas había estado en el edificio junto a él? Estaba a punto de partir con una fortuna a cuestas y ese buen hombre, que además de haberle salvado la vida también le está demostrando en este momento que tiene moral y principios. Alfredo sube a la mesada de mármol, luego se introduce en el hueco de la ventana y queda de espaldas a la calle. Mira a Sierra y le hace una señal para que le alcance el bolso. El vigilador parece ignorar esta indicación y lo mira fijamente a los ojos, Alfredo siente un destello de furia en esa mirada. La respiración de Alfredo es agitada. Trata de ordenar velozmente sus pensamientos, pero el vigilador no le dá tiempo. Le apunta con el revolver calibre treinta y ocho. La actitud del custodio es amenazante. El agua de la lluvia golpea sobre sus hombros. Instintitivamente, hace un ademán para salir de su indefensa posición

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