viernes, 18 de abril de 2008

LOS HEROES DEL CAOS

-Padre, venga un momento por favor, dice un hombre tocando el hombro del sacerdote con suavidad.
-¿Que pasa Ramiro? Responde el cura con voz cansada.
-El abuelo Manuel se nos está muriendo padre. Será mejor que venga.
Sin dudar un instante, el sacerdote y Ramiro caminan entre un pasillo formado en el medio de dos largas hileras de camas armadas con colchones precarios , mantas y bolsas de dormir, dispuestas para la emergencia. El sitio es muy amplio, pero la iluminación es escasa. Solo unos pocos faroles alimentados por gas en garrafas sirven para aportar algo de luz al refugio del padre Marinello. Hay un sector armado como hospital de emergencia para atender a la gente que arriba a la edificación, lastimada, en estado de shock o buscando algo de comida y abrigo. En ese lugar que hasta hace pocos días, funcionaba como club de barrio y "salita de primeros auxilios", con escasos elementos , dos médicos, cuatro enfermeras y tres voluntarios, atienden sin descanso a las treinta personas que permanecen allí. El abuelo Manuel, un viejo vecino de la villa está agonizando. El temporal lo tomó por sorpresa junto a su familia. Estaba con su mujer , su hija y los tres nietos. No tuvieron tiempo de nada. El agua entró de golpe y arrasó con todo. La vivienda era la típica de una villa de emergencia, poblada por familias de humilde condición, estaba construída con materiales muy precarios y al igual que el resto de las casas de la zona se derrumbó en contados minutos sepultando a sus moradores. Los techos de chapa apenas sostenidos por tirantes de madera cayeron sobre la familia de Manuel que solo atinó a sacar como pudo a los niños que habían quedado atrapados entre el lodo y el agua.
Aquel área superpoblado de la villa desapareció en pocos minutos bajo el embate del torrente líquido. Manuel alcanzó a aferrarse junto a sus nietos a una puerta de madera a la que utilizó a modo de "balsa". Estaba desesperado. Gritaba buscando a su mujer y a su hija, pero no pudo ver absolutamente nada. Sus pedidos de auxilio, y los de muchas personas en su misma condición desesperada, se perdieron en medio del temporal . Aferrado a esa abertura, apenas se mantuvo a flote en una superficie líquida fangosa que se agitaba con fuerza inusitada. Luego de casi una hora, una de las tantas embarcaciones de rescate los encontró a más de dos kilómetros de la villa. Estaba montado sobre la tabla sosteniendo a dos de sus nietos. Ya no tenía fuerzas. Lo trasladaron al refugio-hospital del padre Marinello y allí, los médicos hicieron lo imposible por reanimar su cansado corazón. Había tragado demasiada agua contaminada y esto sumó más complicaciones. Ahora el viejo Manuel apenas respiraba. Su agitación iba disminuyendo. Sus ojos se apagaban lentamente y el padre Marinello rezaba junto al moribundo con el rosario entre sus dedos. La doctora Elena apoyó su mano sobre el cura y luego, con suavidad, cerró los ojos de Manuel. La doctora "rubia" como le decían en la villa fue una de las principales responsables de la organización asistencial del lugar. Durante años, esa profesional de poco más de cincuenta años, había puesto todo su tiempo y conocimiento al servicio de la gente carenciada.
La profesional tiene ojos celestes, es rubia y actúa siempre con gran decisión. Sus palabras son medidas y solo sabe proceder. Para muchos, la doctora Elena es el ángel de los pobres. De ella reciben contención, cariño, asistencia y hasta medicinas que regala a sus pacientes. El padre Marinello la considera su gran aliada y en este momento, más que nunca la presencia de esta mujer hace posible que con escasos medios se pueda atender a las muchas personas que siguen arribando. La doctora ha trabajado sin descanso. Su rostro muestra la fatiga y solo ha tomado algunos sorbos de café. Felizmente, dos días después de iniciada la emergencia meteorológica, se incorporaron tres enfermeras y dos médicos que concurrieron al lugar transportados por lanchas pertenecientes al cuerpo de Bomberos, que por algunos sobrevivientes de la zona, se enteraron que allí se había levantado un hospital de campaña. Los médicos y enfermeras voluntarios trajeron consigo medicamentos que apenas pudieron cargar consigo en el apuro. El cuerpo sin vida del viejo Manuel es trasladado hacia una sala del tercer piso habilitada como depósito provisorio de cadáveres. Este recinto está alejado del centro de actividad médica y el sector donde duermen los refugiados. Para llegar a esta morgue improvisada, hay que subir por una larga escalera y transportar a los fallecidos hasta el final de un largo pasillo. Allí casi no hay luz. El recinto es amplio y huele a humedad y muerte.
La mayoría de los heridos graves que llegaban al centro de emergencia, tenían golpes internos y cuadros de asfixia por inmersión. Quienes habían sufrido fracturas en sus miembros inferiores y superiores recibían una cura primaria, pero la falta de calmantes, vendas e insumos apropiados hacía que el dolor de los pacientes no pudiera controlarse debidamente. La doctora Elena, al igual que toda la gente que permanecía en esa construcción, esperaba con ansiedad un nuevo amanecer milagroso. La doctora Elena no perdía la esperanza que pronto el Ministerio De Salud, les enviaría una embarcación de socorro y los sacaría de su difícil situación, pero nada de este anhelo no se estaba concretando hasta el momento . Ella había hecho toda su carrera en hospitales públicos y pudo comprobar con tantos años de experiencia que el sistema de salud Argentino continuaba deteriorándose y las soluciones, tantas veces prometidas en las distintas campañas políticas seguían sin cumplirse. La brecha entre ricos y pobres, había crecido enormemente, y éstos últimos eran los más afectados por la falta de equipamiento y edificios obsoletos que no recibían el mantenimiento adecuado. Elena era conciente que muchas instituciones de salud, estaban dando respuestas a las demandas de sus pacientes, gracias a la vocación y buena voluntad de los médicos y enfermeras que trabajan en las mismas. La salud y la educación, pilares fundamentales del crecimiento de una nación, parecían haber pasado a un último plano y las consecuencias de este desgaste e involución, se estaban sintiendo en la catástrofe climática que asola en este momento a Buenos Aires. La doctora sabía que no era éste el momento de mirar hacia atrás. La cruda realidad que estaban viviendo en ese centro de emergencia sanitario es lo que cuenta hoy. Y ésta, es para ella una de sus mayores pruebas de fuego. por alguna razón, Dios y el destino, la habían puesto allí y estaba dispuesta a cumplir con alma y vida su juramento de servir al prójimo hasta las últimas consecuencias.
La ausencia de los dirigentes políticos en estas horas, es absoluta. No se escucha ninguna voz que aliente a la población invadida por la angustia. La situación de Buenos Aires capital, es similar a la de un "Titanic" de cemento que naufraga lenta e inexorablemente. Elena se pregunta si este es el alto precio que debe pagar hoy la población por tantas décadas de inoperancia y la corrupción de las mediocres clases dirigentes que priorizan su ambición desmedida, dejándo de lado una vez más sus deberes de representantes de la nación.
En la catástrofe nada parece funcionar coordinadamente, el sorpresivo y devastador temporal, no solo está provocando importantes daños materiales, pronto el agua dejará de ser potable, se terminarán los alimentos de los ciudadanos sitiados y la gigantesca masa líquida que se ha extendido por todas partes, terminará convirtendo las arterias de Buenos Aires en un contaminado "Riachuelo". Por fortuna, hay cientos de héroes y "capitanes" anónimos que toman decisiones de coraje y solidaridad, actuando con firmeza en esta hora crucial en los distintos frentes que golpea la impiadosa tormenta.
En el hospital de campaña la nómina de fallecidos sigue aumentando. La mayoría de los refugiados ha caído vencido por la fatiga y duermen en la más absoluta incomodidad. En el exterior, el sonido de los motores de las lanchas no se escucha. Otro de los inconvenientes para estas embarcaciones es la falta de combustibles, ya que las estaciones de servicio están sin operar desde el inicio de la catátrofe. El padre Marinello le sugiere a la doctora Elena que descanse un poco. Las secuelas de las muchas horas de intenso trabajo y tensión se reflejan en el rostro de la médico. En este momento, la calma parece reinar en el lugar. El fuerte viento huracanado se ha detenido y las aguas aunque sin descender de su peligroso nivel, también se mantienen aparentemente tranquilas. La doctora luego de revisar a una mujer con un avanzado embarazo, camina hacia un sector donde los médicos y enfermeras han armado sus dormitorios. Antes de ingresar a esta "sala" ubicada en el segundo piso, separada del espacio destinado a los refugiados por frazadas colgadas prolijamente sobre alambres tendidos de pared a pared, Elena se detiene frente a una de las ventanas. Enciende un cigarrillo, el aire frío ingresa por la abertura prácticamente desprotegida y sin vidrios, es insoportable y la baja temperatura reinante en el lugar, obliga a los refugiados a dormir prácticamente hacinados tratando de buscar el calor de sus propios cuerpos. La doctora Elena se acuesta sobre una manta tendida en el piso y se cubre con una gruesa camper, finalmente logra conciliar el sueño. El "nuevo día" muestra un panorama aterradoramente desolador, la masa líquida de fuerte color marrón se mece suavemente sobre los restos de lo que parece ser un gigantesco naufragio. Restos de viviendas de la villa, chapas, maderas, cartones, muebles, electrodomésticos y muchos cuerpos de animales flotan en círculos sin una corriente aliviadora que los aleje de ese cementerio acuático. Cuatro horas después, la doctora Elena despierta. Tiene todo el cuerpo dolorido, se incorpora y se percata que en el "dormitorio" de los médicos, no hay nadie. Escucha gritos de algarabía y también el ruido inconfundible que producen los helicópteros.
La máquina estaba "suspendida" en el aire y tan cerca del edificio que sus tripulantes podían verse claramente. El helicóptero es bastante grande y está repleto de gente posiblemente rescatada en las carecanías. Uno de los tripulantes les hace señas tranquilizadoras, indicándoles que volverán. El edificio de los refugiados era un verdadero bastión de resistencia que aún permanecía en pié en medio de tanto desastre y sus ocupantes, habían previsto que en las desnudas aberturas y el techo a "dos aguas", se colocaran sábanas en lo posible blancas para llamar la atención de los socorristas. Su corazón latió cada vez con más fuerza. No podía creer que aquel pájaro de acero haya llegado aparecido repentínamente como una señal alentadora. Aquella amarga sensación de sentirse desamparada junto a tantas almas sufrientes en esa isla de cemento, desapareció para convertirse en alegría. El helicóptero giró dos veces sobre el edificio cómo intentando hacer saber a toda la gente que agitaba sus manos con desesperación que no estaban solos. Finalmente la máquina enfiló hacia el centro de la ciudad. Ahora todo el mundo estaba de pié en el hospital de campaña. En principio, era éste un buen despertar. El padre Marinello se abrazó a la doctora, diciéndole con cariño:
-Fuerza amiga, fuerza. Creo que los ángeles no nos dejarán a la deriva.
-Dios lo oiga padre, respondió sonriente y con cierto alivio la profesional.
-Doctora; ¿Se siente ahora más tranquila? , pregunta el cura.
-Ahora sí padre, ahora sí, podemos decir que saben que existimos, que estamos aquí.
Día 4 de Julio, seis y cuarto de la mañana. Otro día gris oscuro y sigue lloviendo en la ciudad. En las calles inundadas hay escaso movimiento de lanchas y botes. En la lujosa torre donde habitaba el abogado Mora, la vida parece despertar. Los ocupantes de los pisos han salido a los pasillos y comienzan a contactarse con sus vecinos. Todos se conocen y han asumido en esta emergencia una actitud seria y solidaria. Hay preocupación y temor en sus rostros. Todo parece indicar que han tomado conciencia del desastre y que aquello no es un temporal más como los tantos que viene sufriendo la capital. También saben que están incomunicados con el exterior y deben aprovechar la escasa luz del día para tratar de organizarse de la mejor forma posible . El agua ya tiene más de un metro y medio en la planta baja y todo el sector del acceso principal está anegado. Esto hace suponer que el subsuelo está totalmente inundado. Todos los ascensores han dejado de funcionar aunque otro de los potentes generadores de emergencia sigue activado aún. Utilizando las escaleras de emergencia, los residentes recorren los diferentes pisos con el fin de agruparse, intercambiar ideas y formar una comisión interna que asuma la responsabilidad de controlar la torre y saber también cuales son sus necesidades técnicas y humanas. A todos les preocupa que Ramón el encargado no haya aparecido, al igual que su esposa. Victor Castillo es un hombre de sesenta y dos años. Morocho, alto, robusto , es capitán retirado de la marina y la mayoría de sus vecinos sabe que fue un verdadero héroe durante la guerra de Malvinas, cuando estaba al frente de una posición de infantes en la sangrienta batalla del Monte Longdon. Actualmente integra la comisión administrativa del edificio. Castillo siempre fue un hombre respetado por sus vecinos y ellos mismos decidieron constituír un comité de emergencia que haga más llevadera y ordenada la grave situación de todos quienes han quedado aislados en la torre. Un par de vecinos, que han escuchado gritos y disparos en el piso del abogado Mora, se han acercado al departamento, comprobando que tanto la puerta principal como la de servicio, permanecen cerradas y no se percibe ningún ruido en el interior de la vivienda. Las puertas se han cerrado automáticamente por dentro y para abrirlas y acceder al lugar es necesario contar con los duplicados de las llaves que Ramón el encargado, tiene en su poder.
Por unanimidad, todos los ocupantes del lugar deciden que Víctor Castlllo sea quien se ponga al frente de este flamante comité . Una de las primeras decisiones que toma Castillo, es iniciar la urgente búsqueda de Ramón. Aunque la profundidad del agua lo hace difícil, Castillo opta por entrar en el departamento del encargado ubicado en la planta baja. En la torre viven dos chicos muy jóvenes de unos veinte años cada uno, son estudiantes y se ofrecen para ingresar al lugar. Ambos practican buceo y cuentan con trajes de neoprene, visores, tubos de oxígeno, snórquels y todo lo necesario para efectuar la incursión. Desde la escalera que conduce desemboca en la planta baja, los dos jóvenes se lanzan al agua. Avanzan rápidamente y en pocos minutos se encuentran frente a la puerta del departamento del encargado. Allí comprueban que está cerrada y que la profundidad del agua tiene allí más de un metro y medio. Van preparados para esta misión, que para los jóvenes puede tratarse de una nueva aventura. llevan consigo un manojo de llaves de distinto tipo y una linterna submarina comienzan a probarlas en la cerradura. Por fin el "clic" tan ansiado. El capitán Castillo los observa satisfecho y nervioso a la vez al pié de la escalera y con ambas piernas dentro de las malolientes aguas. Los voluntarios comienzan a empujar la puerta hacia adentro, pero ante la presión líquida, optan por quitarla de sus goznes y levantarla, tarea que se torna dificultosa y les demanda varios interminables minutos.
Finalmente la puerta de madera gruesa cede y ayudados por las linternas entran en la vivienda del encargado que permanece a oscuras. Todas las persianas interiores están cerradas y gran cantidad de vajilla, sillas y objetos de decoración, flotan en el lugar. Los muchachos han perdido su entusiasmo inicial de aventura. Ahora, una sensación de temor los invade. Uno de ellos ha decidido levantar las persianas que dan a la calle para que ingrese una débil luz natural al departamento. Al hacerlo, descubren horrorizados los desarticulados cuerpos del encargado y su esposa. Ambos están flotando en la pequeña antecocina como dos muñecos de goma aplastados. No se atreven a tocarlos. Solo atinan a salir de allí como pueden, afloran a la superficie, se quitan sus máscaras y dirigiéndose a los vecinos que presencian la operación gritan desesperados:
-¡ Están muertos! Están destrozados! Es horrible!
El capitán Castillo ordena que las mujeres permanezcan lejos del lugar donde se produjo el macabro hallazgo. Los dos muchachos que descubrieron los cadáveres de Ramón y su mujer permanecen junto a Castillo que trata de encontrar una explicación a lo ocurrido. Los jóvenes están temblando de frío y miedo dentro de sus trajes náuticos. El capitán los tranquiliza y agradeciéndoles el trabajo realizado, les sugiere que suban a sus departamentos y tomen un café. El responsable de la situación actual de la torre, determina que dos hombres mayores lo acompañen a sacar los cuerpos de Ramón y Rosa. Carlos Vélez es comisario retirado de la policía Federal. Con sus sesenta años, mantiene un estado físico excelente y es un hombre acostumbrado a ver cadáveres de todo tipo. También es reconocido como una persona serena, culta, buen vecino y con un sentimiento vocacional de servidor público. Junto al comisario Vélez, se encuentra el doctor Diego Marino, un hombre de treinta y cinco años , excelente cirujano. Los tres hombres han tomado la decisión de ser ellos los encargados de buscar los cuerpos del encargado y su esposa. Las radios que cuentan con generadores siguen transmitiendo. Muchas emisoras de frecuencia modulada, cumplen una valiosa tarea de información desde los distintos barrios capitalinos. Ninguna noticia es alentadora, ya que la descripción del caos es terrible y las consecuencias son de gravedad. Antes de ingresar en las fétidas aguas estancadas en el hall del edificio, el capitán Castillo comisiona a dos vecinos voluntarios para que recorran todos los pisos y sectores de la torre y le informen detalladamente sobre la situación. Ricardo Burgos y Carlos Arregui, son los elegidos para esta misión. Provistos de linternas y algunas herramientas deciden subir hasta el último piso y desde allí, una vez observada la situación en ese sector donde se encuentran las máquinas que hacen funcionar los ascensores, irán bajando y tomando nota de las novedades que les pidió el capitán Castillo. Ricardo Burgos tiene unos cuarenta años. Es gerente de una compañía de seguros y desde hace tres años, habita en el edificio junto a Fabiana, su esposa, quien es propietaria de un centro de belleza. Arregui de treinta y tres años, es arquitecto, está divorciado y tiene su propio estudio. Al cabo de un buen rato, los dos hombres llegan por fín al último piso.

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