viernes, 25 de abril de 2008

LAS PESTES

El capitán Castillo intenta sacar a la mujer del lugar. Alejandra se resiste y sigue gritando. El doctor Marino, desaparece del macabro escenario por unos pocos minutos y regresa. Castillo aún no consigue calmar a la desesperada mujer. Marino tiene una jeringa descartable en su mano. El capitán entiende que el médico fue a buscar un sedante y aferrando con fuerza a Alejandra, le dá tiempo a Marino para que le aplique la inyección en el brazo. En contados segundos la mujer pierde el sentido y los dos hombres la levantan para acostarla a lo largo de un sillón del living.
Tanto Castillo como Marino muestran su angustia y preocupación, han asistido a un hecho terrorífico, casi frente a sus propias narices y sin poder evitarlo. El capitán trata de quitar el sudor de su frente con su mano derecha. Alejandra está ahora profundamente dormida. Marino mira con insistencia hacia el baño. Por primera vez, Castillo nota que el médico parece haber perdido su calma habitual.
-Tenemos que sacar a esta mujer de aquí, dice Castillo.
-Creo que todos tenemos que salir urgente de este maldito sitio, capitán, responde Marino.
-Lo primero que haremos será cortar el agua en el edificio y tapar todas las salidas de las
canillas contesta el capitán.
-Marino asiente con su cabeza. Sus manos tienen un leve temblor. El capitán Castillo se incorpora
y apoya su mano en el hombro del médico.
-No podemos perder la calma ahora doctor, le dice.
Marino no parece haberlo escuchado y solo solloza. Castillo piensa que aquel hombre no llora de
miedo, sino de impotencia.
Toda la gente que está en el edificio, sabe lo que ocurre. Los hechos fueron descriptos minuciosamente por el propio capitán Castillo, quién después de cortar el paso del agua a la torre, como primera medida de prevención, ha reunido a los moradores para informarles en persona sobre la cruda verdad de los sucesos. Ningún residente de la torre, ha faltado a la reunión de emergencia. Castillo propuso a los atemorizados presentes que bajo ningún concepto se utilizaría el agua corriente de las cañerías y las bocas de todos los grifos existentes se sellarían convenientemente a modo de prevención. También les hace saber que a partir de ahora, se sobreviviría bebiendo unicamente agua mineral.
La señora Sara Ekerman, es la vecina de más edad. Vive sola y tiene ochenta y cinco años. Es una mujer de sólida posición económica. Desde el comienzo de la catástrofe, se mantuvo serena y solidaria. En medio de la tensión del ambiente, fue quien rompió el hielo con una pregunta ingenua y también lógica...
-Escuche capitán, yo me baño todos los días, ¿ cómo hago? ¿ Uso el agua mineral ?
Todos ríen ante esta insólita ocurrencia de la señora Ekerman que de alguna manera fué muy oportuna para distender el clima reinante. Hay veinticuatro asistentes que muestran gran procupación por los sucesos. El doctor Marino , parece ahora más calmo, él mismo se encargó de llevar el cuerpo del comisario Vélez a la morgue provisoria que guarda los restos de las víctimas del líquido en el edificio. La única ausente es la esposa del ex comisario que después de recibir otra dosis de calmante, duerme en una habitación del departamento del doctor Marino. La mayoría de las personas ha manifestado sus temores y también han expuesto sus ideas. Los más jóvenes sugieren enviar un bote de goma con motor fuera de borda con dos mensajeros y buscar ayuda de las fuerzas gubernamentales.
Esta idea le parece acertada al capitán, pero prefiere reservarla para llevarla posterioremente a cabo en un caso extremo. De acuerdo a los informes obtenidos, en cada uno de los departamentos, disponen de existencia de agua mineral y alimentos como para resistir sin problemas durante aproximadamente tres días más. También existen testimonios que algunos teléfonos celulares han tenido señal por unos pocos minutos y luego enmudecieron nuevamente. Uno de los asistentes a la reunión dice que había tratado de comunicarse con defensa civil y no tuvo éxito y que también probó contactarse con amigos y familiares, con resultados negativos. Castillo pidió que todos los allí presentes, sin excepción entreguen sus teléfonos móviles. Esto lo dijo a modo de órden y luego explicó que no es una medida caprichosa, simplemente lo hace para evitar que álguien hable de más y los hechos trasciendan negativamente y esa noticia actúe como un dispararador de pánico entre la población. Para Castillo lo más indicado sería que los terribles hallazgos sean investigados por el gobierno y a partir de allí , sean los especialistas los encargados de dar esta información y oportunamente tomar las correspondientes medidas de seguridad.
La mayoría no parece estar de acuerdo con la "confiscación" de los teléfonos celulares, Castillo hace caso omiso a esta disconformidad, aseverando una vez más que finalizada la reunión, el doctor Marino recibirá todos los aparatos existentes para tenerlos bajo su custodia, también aclara que cómo responsable de la vida de los habitantes de la torre, cumplirá su misión sea como sea y justificará cualquier medio a emplear para que se cumplan sus directivas. Seguidamente aclara que si la mayoría no está de acuerdo, renunciará en el acto a la tarea que le encomendaron. El doctor Marino está convencido que Castillo hace lo correcto y se ha convertido en un aliado incondicional del ex infante de marina. Marino le avisa a Castillo que irá a su vivienda a controlar el estado de la esposa del desdichado Vélez. El resto de las personas, irán a sus departamentos a traer toda el agua mineral con que cuentan. La idea de Castillo es que el líquido potable y los alimentos, se almacenen en un espacio del departamento desocupado que sirve como depósito de los fallecidos.
A partir de ahora, el agua racionada y la comida enlatada se distribuirá cada día entre los moradores y en forma equitativa sin distinción alguna. Una nueva disciplina de náufragos comienza a imperar en la torre. Esta norma de supervivencia es lo único que puede asegurar órden y al menos unos cuatro días más de vida en medio de tanto caos. La confianza en el capitán Castillo es absoluta. Todo indica que las personas han confiado su destino a este hombre que decide sin titubeos.
En este momento las radios hablan de la caída de un helicóptero en cercanías de la quinta de Olivos. La máquina perteneciente a la policía Federal chocó contra una torre de comunicaciones instalada en lo alto de un edificio de la avenida Libertador. Aparentemente, el helicóptero tuvo fallas y el fuerte viento, lo impulsó hacia un costado y dio de lleno contra la torre estrellándose en la avenida completamente destrozado y sin sobrevivientes. Para muchos oyentes, esta era una más de las tantas aeronaves que se accidentaron con mala fortuna durante el temporal. Solo el presidente y sus colaboradores inmediatos, reunidos en la quinta de Olivos, saben que a bordo de este helicóptero iban como pasajeros los dos testigos que vieron cuerpos extrañamente mutilados en la morgue de uno de los más importantes hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires. También estaban en la máquina siniestrada los Cds fotográficos y cintas de video casero que documentaban los terroríficos hallazgos.
En tanto, en el hospital de campaña donde la doctora Elena, el padre Marinello y el doctor Beguet, siguen trabajando denodadamente, ya no hay sitio disponible para albergar a los heridos y sobrevivientes que utilizando precarios botes o balsas improvisadas, siguen llegando en procura de auxilio médico, agua potable y también algo de comida. Las raciones están prácticamente agotadas y el agua potable mineral comienza a escasear. Hace muchas horas que no hay señales del helicóptero de la fuerza aérea, el único medio que les hacía llegar alimentos y medicinas. Hay una sensación creciente de desaliento. La doctora Elena descansa ahora en una colchoneta ubicada en el pasillo del último piso.
Las aguas contaminadas siguen subiendo, la lluvia no cesa y el cielo se mantiene tenebrosamente oscuro. Los enfermos y refugiados se amontonan en el único sitio habitable del hospital. En el sector donde funciona la improvisada morgue, los cadáveres en estado de descomposición se van apilando y el olor que emana de los cuerpos se torna insoportable. El padre Marinello sigue mirando hacia el desolado y negro horizonte buscando la salvadora aparición del helicóptero o la lancha de Prefectura Naval, pero a medida que transcurre el tiempo, siente que esa esperanza se va desvaneciendo. Piensa en los cadáveres putrefactos y en la necesidad de arrojarlos a las aguas cuanto antes. Ya hay señales de epidemias en el hospital. Los casos de diarrea, fiebre y anemia se multiplican y las vacunas antirrábicas se racionan, utilizándose al igual que el suero y la morfina en casos extremos.
La doctora Elena siente un gran cansancio en todo su cuerpo, presume que esté padeciendo un estado gripal fuerte y aunque se ha medicado, es factible que sus defensas estén bajas. Su rostro exhibe las señales de interminables días sin descanso atendiendo a los enfermos anteriores y a los que ingresaron recientemente. El padre Marinello y el doctor Beguet se acercan al dormitorio de los médicos y enfermeras para hablar con ella. El doctor Beguet dice:
-Doctora Elena, queremos saber su opinión sobre un tema preocupante, y está relacionado con
el estado de los cadáveres que tenemos en nuestro precario depósito...
-El doctor Beguet cree que lo más indicado, sería arrojar los cuerpos de nuestros hermanos
a las aguas a fin de evitar pestes u otros problemas mayores y queremos tener la opinión
suya y la del resto del personal, dice el sacerdote con tristeza.
-¿Saben algo?, he atendido a dos personas que sufrieron mordeduras de ratas en distintas
partes del cuerpo. Se trata de una mamá jóven y su hijo de once años, que ingresaron ayer
a última hora. La mujer me comentó que todo el sector inundado de lo que era la villa de
emergencia, está infectado de alimañas hambrientas, comenta la doctora.
-¿Ratas?, ¡Esto es terrible! exclama el padre Marinello.
-Era de esperar una plaga de esta naturaleza, ¿que más dijeron las personas atacadas,
Elena?, pregunta Beguet.
-Comentaron que hay cientos de ratas devorándo cadáveres de animales y también de
seres humanos por todas partes. También las han visto moverse entre las aguas apiñadas
encima de trozos de maderas y todo aquello que sirva para mantenerlas a flote, responde la
doctora al tiempo que enciende un cigarrillo y bebe un sorbo de café.
-Mi Dios, esas malditas alimañas están desesperadas de comida, y creo que pueden
convertirse en nuestra peor amenaza, asegura el doctor Beguet.
-Si ustedes están de acuerdo, lo primero que haremos y de inmediato, será deshacernos de los
cadáveres y la única manera será arrojarlos a las aguas, no tenemos otra alternativa, sugiere la
doctora muy apesadumbrada.
-Elena, yo y el doctor Beguet con ayuda de las enfermeras y los voluntarios nos encargaremos
de realizar esta ingrata tarea, le pido encarecidamente que usted se despreocupe y trate de
descansar, la necesitamos entera. ¿Me hará ese favor? pregunta el sacerdote.
-Sí padre, yo le haré ese favor que me pide, pero a cambio usted debe prometerme
algo, ¿sí?
-Lo que usted pida Elena, responde el cura.
-Prométame que yo seré la última persona que abandone este lugar.
-Disculpemé doctora, pero no podré cumplir con ese deseo suyo, ya que tanto el doctor Beguet como yó, hemos decidido que si vinieran a rescatarnos, tanto por aire o agua, seremos nosotros
los últimos en dejar este sitio, le responde el padre Marinello con una sonrisa mientras toma con
dulzura las manos de la profesional.
La doctora guarda silencio. El sacerdote y Beguet se retiran del dormitorio. Elena está demasiado débil y afiebrada como para presenciar el momento en que los cuerpos de los allí fallecidos sean arrojados a las aguas sucias. Piensa que no hay otra alternativa y que han tomado la decisión correcta, vencida por la fatiga y su estado febril, cierra los ojos y cae en un profundo sueño. El padre Marinello está ahora de pié frente a seis bultos envueltos en mantas. Tiene la Biblia en sus manos y está orando, a modo de despedida por los fallecidos que recibirán la triste "sepultura acuática". Tanto él, como el doctor Beguet y quienes ayudaron a retirar y preparar las mortajas, llevan puestos barbijos. Los truenos, estallan ahora en sucesión , al igual que los relámpagos, aunque no pueden evitar que en todo el ámbito del edificio se escuche nítidamente el choque contra las aguas de cada uno de los cuerpos arrojados. Algunos cadáveres tardan en hundirse y se mantienen algunos minutos sobre pestilente la superficie. La lluvia continúa y éste, ha sido para los encargados de la tarea, el peor momento que les ha tocado vivir desde que ocupan ese centro asistencial.
El doctor Beguet, se estrecha en un abrazo con el padre Marinello, que no puede evitar el llanto.



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